Rubén llevaba intentando escribir toda la tarde pero todo el suelo estaba lleno de pelotas de papel que arrugaba y arrojaba con ira cada vez que sentía que lo que había escrito no merecía la pena. Llevaba así varios meses, con una crisis de vacío creativo que le impedía avanzar en la novela que estaba escribiendo. Y lo peor era que cada vez sentía más ansiedad que le nublaba la mente, encerrándole en un círculo vicioso del que ni siquiera era consciente.
Para colmo de males su hermana melliza Laura se había plantado en su casa esa tarde y llevaba un buen rato hablando sin parar y dándole órdenes.
- ¡No me estás escuchando Rubén!, ni siquiera me miras cuando te hablo.
- Sí te estoy escuchando y ya te he dicho que no voy a ir.
- Es la tercera vez que cambio la cita con el notario. Por el amor de Dios, solo tienes que ir allí, ¡tenemos que ir allí, juntos!, y firmar los papeles de la herencia. Después podrás desaparecer y seguir haciendo tu vida como llevas haciendo todos estos años.
- No pienso ir a firmar nada porque no quiero nada suyo- dijo Rubén- no he querido nada suyo todo este tiempo y no va a ser ahora cuando lo acepte, lo tengo claro.
- Rubén, pero que más te da- suplicó Laura- ya están muertos, no se van a enterar de si aceptas o no aceptas su herencia, no tienes que demostrar tu orgullo, entre otras cosas porque no lo van a saber nunca.
- No se trata de orgullo Laura, se trata de principios. Cuando me fui de casa con 17 años le juré a ese cabrón que jamás volvería y que nunca aceptaría nada suyo, nada de su basura de sus negocios corruptos. Lo único que me llevé suyo fueron las palizas que me dio hasta que me largué.
- ¿Y yo qué?, ¿y mamá qué?, nosotras también nos llevamos lo nuestro, y aquí aguantamos, carros y carretas, mientras tú te ibas a hacer tu vida, a ser escritor, porque “el señorito” no quería estudiar ni seguir las órdenes de su padre. A mamá le rompiste el corazón cuando te fuiste, nunca volvió a ser la misma. Ni siquiera viniste a su entierro hace 5 años, después del esfuerzo que hice para localizarte.
- Ya lo sentí por ella, pero no estaba dispuesto a encontrarme con él. Mira, a todo cerdo le llega su San Martín, ya se ha muerto él también, ¡ojalá se pudra en el infierno que es lo único que se merece!.
- ¿Y los demás que nos merecemos Rubén?, yo aguanté por mamá todos estos años, ¡qué cuajo había que tener para dejarla sola!, ¡qué valentía salir pitando y no querer saber nada!- grita Laura.- Cuando murió mamá tenías que haberle visto, se volvió dócil como un cordero, de repente es como si no supiera hacer nada solo y sintiera que nadie más volvería a quererle. Le cuidé todo este tiempo y ahora que todo ha terminado resulta que no puedo cobrar la herencia porque tú no quieres ir a firmar los papeles por tu maldito orgullo de hijo renegado, ¡estupendo!
El silencio se extendió entre ambos. Rubén intentó volver a releer lo que estaba escribiendo sin éxito. Su hermana Laura siempre había demostrado una gran capacidad para sacarle de quicio. Ella se las apañó para dar con él hace unos años. Fue por casualidad, hojeando un día un libro en una librería vio la foto de su hermano en una contraportada y a través de la editorial y a fuerza de insistir consiguió su teléfono. De todas formas no se atrevió a llamarle hasta que su madre murió, pero dada la nula respuesta por su parte no volvió a intentar contactar con él hasta ahora, cuando ha muerto también su padre y necesita su firma para arreglar los papeles de la herencia.
Laura miró a su hermano en silencio - ¿Qué?- preguntó Rubén con brusquedad.
Laura hizo amago de abrir la boca para hablar, de repente mirando a Rubén le vino a la mente una imagen de cuando eran niños un día de Reyes. Ambos estaban en el suelo del comedor, mirando embobados el juguete que allí estaba. Era un avión de metal, unido a través de un alambre a una peana, y que daba vueltas alrededor de su eje cuando accionabas un botón rojo. El día de Reyes siempre fue su favorito, Rubén y ella compartían todos los regalos y era de los pocos días en que había alegría en la casa y pocos golpes. - Nada- contestó finalmente Laura, bajando la cabeza para que no pudiera ver las lágrimas que estaban empezando a aparecer en sus ojos.
- ¿Entonces?- le espetó Rubén.
Laura se quitó una medalla de oro que llevaba colgada en el cuello, la miró con nostalgia y se la puso a Rubén en la mano. - Adiós- le dijo Laura mientras le abrazaba y le daba un beso en la mejilla. Se dio la vuelta y enfiló el pasillo hacia la puerta de la casa.
Rubén contempló la medalla de oro con el nombre grabado de su hermana. Cuando hicieron la primera comunión su madre les regaló una medalla de la virgen igual a los dos, a cada uno con su nombre y la fecha de nacimiento. El perdió la suya hace muchos años, casi diría que a la misma vez que perdió a su familia cuando se fue de casa. No había vuelto a pensar en aquella medalla. No fue hasta que oyó la puerta de la casa cerrarse cuando se dio cuenta de que su hermana no estaba en la habitación, acarició la medalla entre sus dedos y entendió que su hermana estaría ahí para ayudarle siempre que lo necesitara y darle el cariño que él siempre creyó perdido.
Nuestra autora invitada es María Esther Durán, una doctora en farmacia habituada a escribir artículos científicos de su especialidad. Lectura de buena literatura. Escritora por intuición y contadora de historias que nacen del corazón.
Desaveniencias familiares, pero buen final.
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