Aquel apartamento con vistas al Mediterráneo le resultaba familiar, parecía como si ya hubiese respirado su aire con anterioridad. Era el número siete de la Calle Lorenzo Varela, séptima planta, letra G, es decir, la que ocupaba el lugar siguiente al sexto en el alfabeto.
Era una de esas viviendas turísticas que puedes usar por el tiempo que contrates con la comodidad de la propia casa, sin mirones, sin estrés, sin botones…
Le llamó la atención la pulcritud y el brillo de las superficies, la esmerada decoración elegante y sin ser recargada. Agradecía enormemente la presencia de plantas. Los seres vivos para ella eran, al fin, un elemento tranquilizador, allí donde estuviera, incluso narcótico.
Casualidades o causalidades, las variedades elegidas estaban formadas por orquídeas de delicadas tonalidades. En la pared del salón lucía un bello paisaje tipo pintura flamenca con un bosque nevado en invierno.
Serían pocos los días para disfrutar de aquel sitio que se presentaba apetecible y cercano.
Había viajado a Positano en busca de información sobre el filósofo Picatus. En las últimas pesquisas le había quedado claro que había escrito una obra solo conocida por unos pocos privilegiados, llamada Summa Philosophica y que permanecía en la biblioteca del monasterio donde había sido obligado a recluirse una vez que sus teorías habían sido cuestionadas por la Santa Inquisición, cuando estaba a punto de ser condenado a muerte.
Dejarse encerrar hasta el final de sus días con unos monjes en medio del monte escuchando el rugido del Mar Mediterráneo fue la única opción ante el riesgo de ser descuartizado por sembrar ideas no gratas, después de dejar la cabeza en el garrote vil.
Ella necesitaba encontrar aquel libro, una medium le había informado de que a través de él podría entender la razón de ser de sus atracciones y también de sus fobias; y lo que es más importante, el sentido de su vida.
Deshizo la maleta y decidió bajar al bar a por una bebida y algo para picar.
Cuando se disponía a coger la cartera y las llaves notó como que el suelo se movía.
Era evidente que aquello era un terremoto. Deseó con todas las ganas que se pueden juntar en la intención, que aquel edificio estuviese bien construido.
Tembló por largos instantes, la cerámica castañeaba en las alacenas mientras sus piernas parecían no poder con el resto del cuerpo.
Nunca antes había vivido un temblor fuera de su casa.
El cuadro de la sala se había ladeado, estaba tan esquinado que… no le dio tiempo, se cayó al suelo y el marco quedó a un lado y el lienzo a otro.
Al ir a recogerlo se dio cuenta de que también había sido pintado por la otra cara.
¡Jesús!, no pudo creer lo que vio, y se espantó tanto que volvió a tirarlo sobre las plaquetas de barro que servían de piso. La moldura exterior crujió estrepitosamente.
Era un viejo retrato realizado a óleo, se veía muy antiguo, con varios cientos de años. En él posaba una dama ricamente vestida. Horror. Tenía su misma cara. ¡Era ella! E incluso en el pecho llevaba el colgante de flor de lis que había comprado un par de años atrás en un rastro de Londres.
Asustada agarró el celular, su billetera y el bolso y salió corriendo.
Texto: María José Alvite.
Qué gran relato, como siempre es un placer leer a esta autora. Da esos giros que te deja con la boca abierta.
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¡Dios Santo! ¿Y ahora qué pasa? En un sitio leí que Stephen King era un maestro dejando al lector con la intriga. Eso es porque no conocen a María José Alvite. Este final es brutal.
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Estoy contigo Olga, ¡que maravilla de relato! María José nos has llevado al límite, muchas gracias. Siempre es un placer leerte. Un abrazo enorme. 🙂
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Maravilloso relato.
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Me encanta leer a María José es es pectacular como escribe, y sus finales siempre te hacen querer seguir leyéndole.
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