Continúa de: https://submarinodehojalata.com/2022/11/05/la-epoca-de-las-auroras-boreales-tristes-parte-7/
Los días siguientes pasaban despacio: hacía frío y tenían miedo, pero aún debían esperar varios días para salir de allí. La documentación para llegar a Francia se estaba retrasando y nadie les informaba.
Las horas se hacían interminables y Aleksandra intentó un acercamiento con Victoriana; la muchacha de la otra familia era un poco más joven y la madre de los dos críos pensó que ambas podrían tener afinidad. Pero, entablar conversación era más que imposible, Emilia, la madre de Victoriana, no se apartaba de la hija; mantenía un control férreo sobre ella. La joven no terminaba ninguna frase; su madre la interrumpía cambiando de tema y, Aleksandra se sentía violentada cuando la señora acababa criticando a su hija mientras esta se mantenía impasible, mirando a otro lado.
A principios de año, llegó la documentación falsificada, lo que significaba que podrían salir del país. No garantizaba que estuvieran libres de ser arrestados, pero ya tenían más posibilidades de iniciar una nueva vida.
A Aleksandra, le propusieron poner la nacionalidad de su familia, pero cuando ellos salieron de Laponia, Finlandia no existía como país y adoptaron la española como única. Aún así, los falsificadores aprovecharon el origen de ella y supieron hacer un pasaporte finlandés obviando los nombres y apellidos españoles de los niños. Les pusieron a todos el apellido que tenía la madre de Aleksandra antes de casarse, Miettunen, aunque lo transcribieron mal y se quedó en Metunen.
El día de reyes, de madrugada, se despertaron con unos golpes en la puerta de la habitación. El coche estaba preparado para partir a Andorra. Al ser día de fiesta, las fronteras estarían más despejadas y sería más fácil salir de España. Aleksandra recogió con rapidez las cosas y abrigó a los niños con las mantas que les dieron cuando salieron del pueblo, y, todavía, la hostelera tuvo la deferencia de prepararles un vaso de achicoria caliente antes de partir.
Cuando los pasajeros divisaron los Pirineos, quedaron en silencio, impresionados por la inmensidad de aquellas montañas, aunque también podía ser por lo escarpado y sinuoso de las carreteras que accedían al principado.
A pesar de que aún eran las horas de la sobremesa, el sol ya se estaba ocultando y Aleksandra quedó maravillada por la majestuosidad que presentaba el monte Arinsal, que se encontraba frente a ellos, de un blanco inmaculado que resplandecía con el sol de la tarde. Le dio la impresión de que les daba la bienvenida; ya estaban en otro país, habían salido del suyo que tan mal los había tratado y aquel minúsculo principado perdido en los Pirineos se ofrecía como un oasis en un continente que estaba sufriendo la peor de las guerras que había conocido.

En la pequeña población de La Massana, todas las casas eran iguales, de piedra y antiguas, pero acogedoras. Uno podía imaginarse a las familias dentro de aquellos muros al calor del fuego sin temores ni desconfianzas. Pararon a la puerta de una de tres plantas, que resultó ser el hostal donde se hospedarían.
El calor del hogar los acogió al traspasar el umbral. En la entrada, había una especie de recepción donde habían puesto pequeñas luces para recordar que estaban en Navidad. A Aleksandra le pareció todo muy amable y acogedor, incluso, la mujer que los esperaba mostraba un rostro afable y sonriente.
De nuevo, los exiliados subieron sus pertenencias por unas escaleras que los llevaban a sus estancias. Aleksandra nunca había visto un suelo de madera, los niños se mostraban contentos, saltaban sobre las camas y, esta vez, tenían una cada uno, con varias mantas y sábanas que olían a recién lavadas. Desde la ventana, se veía el río Arinsal con un caudal reducido por las nevadas y multitud de estalactitas de hielo cayendo de los escalones del cauce; el sonido del agua camino a Andorra la Vella acompañaba a los lugareños durante todo el año.
Era otro país, otra lengua y cultura pero Aleksandra se sentía como en casa. Esta vez, la madre pudo guardar sus enseres en un armario y la cómoda de la habitación. Después, bajaron al salón como les había dicho la hostelera para cenar y el menú que tenían preparado resultó ser mucho más opíparo de lo que habían tenido en su última Navidad; allí no había llegado la hambruna de la Guerra Civil. «Tan cerca y todo tan diferente…», pensó Aleksandra.
Pero no lo era tanto como había creído. Ella misma lo descubrió al día siguiente, cuando estaba con el pequeño Julián, conversando con la dueña de la massía en la recepción. Entró un guardia y la hostalera se encontró en la tesitura de presentarlos. Dijo que era una viuda que había llegado con sus dos hijos de Francia con la intención de quedarse allí. El guardia, entonces, se dirigió al niño:
—«Salut, comment ça va?»
—¿Eh? —balbuceó el chiquillo.
Aleksandra enrojeció al verse descubierta.
—Ja, ja, ja —rio forzada la hotelera—. Solo lleva un par de semanas en la parroquia y ya es como si fuera de aquí.
El hombre miró a la madre con curiosidad, saludó con la cabeza y se despidió.
—¿Se habrá dado cuenta? —preguntó Aleksandra con angustia.
—Ya lo creo que sí —contestó tranquila la mujer—, pero no te preocupes. Bastante faena tiene Ferrán para dedicarse ahora a arruinarle la vida a una madre con dos niños. De los que sí debes cuidarte —continuó— es de los franceses de Toulousse. En los años de la guerra española, hubo una avalancha de refugiados que inundaba las calles a diario. Ahora, ya están hartos de acogeros y muchos españoles están recluidos en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer.
Esta conversación preocupó aún más a Aleksandra. Ahora, se sentía como un ratón de montaña rodeado de trampas dispuestas a saltar.

Continuará.
Olga Lafuente.