LA ÉPOCA DE LAS AURORAS BOREALES TRISTES (PARTE 7)

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Cuando bajaron al comedor, la otra familia ya estaba desayunando: la madre, con su carácter fuerte y optimista; la hija, silenciosa y cabizbaja, mientras que el hermano no hablaba; no por apocamiento, sino porque la conversación que llevaba su madre lo traía al pairo.

Era un desayuno escaso: una infusión de achicoria y dos rebanadas de pan con ajo y tocino. Los niños seguían irreconocibles para su madre, apenas hablaban y no llevaban la contraria como solían hacer; para Aleksandra sus hijos habían madurado unos cuantos años con la experiencia de Navidad. Eran más obedientes, pero a ella le daba la impresión de que habían dejado su infancia atrás.

La hostelera dijo que podían salir a pasear por la ciudad, pero con discreción; estaban indocumentados y si algún guardia civil los paraba, los llevaría al calabozo. Aleksandra, a pesar de todo, lo agradeció después de dos días encerrada en el piso de Soria. No le importaba salir con sus hijos pequeños por una ciudad grande y desconocida con tal de sentir el aire fresco.

Abrigó a los niños y se palpó la faltriquera como si necesitara asegurarse de que el dinero seguía bajo la cinturilla de la falda, y salieron a conocer la ciudad.

Imagen de Michael _Luenen en Pixabay.

No se alejaron mucho, Aleksandra estaba desorientada en un lugar tan grande y, además, la miraban demasiado; con el pañuelo en la cabeza, se notaba que era una rapada.

Después de media hora,volvían por una calle paralela a donde estaba la pensión cuando, a mitad del trayecto, dos coches de la guardia civil llegaron a gran velocidad y frenaron donde estaban ellos. Salió una pareja de guardias de cada vehículo y Aleksandra se arrimó ambos niños a su cuerpo para protegerlos, pero los hombres ni se fijaron en ellos. Entraron en el portal de un edificio.

La gente enseguida se había arremolinado y cuchicheaba; decían que allí se refugiaba una familia judía recién llegada del extranjero.

No habían pasado ni cinco minutos cuando dos de los guardias civiles salieron, con la misma prisa, tirando del brazo a un hombre y a una mujer que metieron en el coche. Detrás de ellos, la otra pareja de guardias se llevaba a dos niños que no llegaban a los diez años y los sentaron en el vehículo de detrás. Aleksandra se aferró más a sus hijos como si alguien se los fuera arrebatar y se volvieron corriendo a la pensión. Le resultó una escena atroz que impresionó, sobre todo, a los niños. El pequeño Satur, con lágrimas en los ojos, preguntaba a su madre a gritos qué iban a hacer esos hombres con los dos niños y por qué estos no iban con sus papás.

Nada más entrar en el hostal, la joven madre pidió a la dueña hablar con quien les había llevado allí; la mujer contestó que no estaba allí, pero se llevó a Aleksandra una salita anexa al recibidor. Se sentaron junto a una mesa camilla con tapete y una cisquera con brasas para calentar los pies.

La dueña llamó a la muchacha que ayudaba en la limpieza y le dijo que llevara unos papeles y lápices para entretener a los mellizos en una pequeña mesa que tenían junto a la ventana. Cuando los críos estuvieron distraídos con sus dibujos, la hostelera llenó dos vasos con aguardiente y le dio uno a la madre.

—Estás asustada por el arresto de la pensión Can Ferrán, ¿verdad?

Aleksandra se sorprendió de que la mujer ya estuviera enterada.

—A veces, ocurren estas cosas, hija —La hostelera puso la mano sobre el brazo de la joven en un intento de tranquilizarla.

—Nos puede ocurrir a nosotros —dijo la madre con un hilo de voz.

—Sí, a todos nos puede ocurrir, pero no podemos pasarnos la vida pensando en eso.

—¿Qué va a ser de ellos?

—Los llevarán a la cárcel de Barcelona.

—¿Y los niños?

—A un orfanato, pero si los niños son rubios y guapos —dijo mirando a los hijos de Aleksandra—, como lo son la mayoría de los que vienen de Europa, siempre habrá una familia rica que se interese por ellos.

Los mellizos habían salido a su madre y tenían el cabello albo y ojos muy claros, pero aquel argumento repugnó a Aleksandra, porque adoptaban a los niños por su aspecto y no por sentir amor hacia ellos.

—Trata de no pensar en eso, reina. —aconsejó la hostelera—. Demasiadas cosas tienes ya encima para ocuparte de los problemas de otros.

—Tengo miedo por mis hijos.

—Claro que sí, hija. Pero estáis en buenas manos. Confía en Ramón —Akeksandra supo, entonces, el nombre del conductor que los había llevado—. Ya ha hecho muchos viajes y conoce las rutas. Él nunca ha perdido a nadie.

Imagen de Photosforyou en Pixabay.

La joven agradeció en su interior las palabras de la patrona y esta le recomendó que se fueran a descansar un rato a la habitación hasta que estuviera el almuerzo preparado.

La madre subió con los mellizos y en la habitación se sentó en la cama en medio de los dos abrazándolos y tratando de no acordarse de la escena que habían vivido hacía un rato.

(Continuará).

Olga Lafuente.

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