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En la carretera, todo parecía más liviano y despreocupado; el conductor llevaba los faros encendidos y avanzaba a buena marcha. La nieve no cuajaba en el suelo y eso era un factor que ayudaba. Todos tenían la esperanza de llegar a Barcelona de madrugada y sin incidentes.
Las dos mujeres de la otra familia estaban en los asientos centrales, detrás del conductor, y el hijo iba de copiloto. Aleksandra y los mellizos, en otra hilera detrás. Los niños tardaron en dormirse aunque no se veía nada del camino; los pequeños nunca habían salido de la provincia y, sin embargo, estaban callados y tranquilos, algo que impresionaba a la madre y hasta llegó a preguntarse si sus hijos estarían incubando algún trauma por lo vivido el día de Navidad.
En ocasiones, el coche aminoraba la marcha y apagaba las luces: era señal de que estaban pasando cerca de algún control o ciudad. Los caminos tomados eran secundarios y, a veces, casi impracticables y eso retrasaba mucho. A veces, la otra familia conversaba con el conductor que iba ganándose la confianza de Aleksandra y que mostró ser alguien amable y de buen humor; se notaba que estaba acostumbrado a hacer ese viaje con gente de todo tipo y sus tragedias.
Viajaban contentos, ilusionados, como si el destino fuese una lugar agradable y afectuoso y, antes de que Aleksandra se diera cuenta, llegaron a Zaragoza; lo reconoció por la Basílica del Pilar, con el Ebro a sus pies, después de tantas veces que había mostrado su imagen en los libros de la escuela a sus alumnos, y se preguntó por qué su profesión la había llevado a esa situación, a ella y a su familia. Saturnino perteneció a un sindicato que era legal durante la República, como hicieron muchos maestros, y ella no se había salido del programa marcado por el nuevo gobierno aunque no coincidiera en sus planteamientos. No divulgaba conceptos basados en la religión y la ideología política pero nunca manifestó su oposición. Aunque ya de nada le servía buscar una explicación; la sinrazón se estableció en el país después de la rebelión militar y no había forma de escapar de ella.
El cansancio los cubrió; daban cabezadas en sus asientos a excepción del conductor. Cuando llegaron al desierto de Los Monegros fueron a una destartalada edificación con un surtidor de gasolina para repostar. Los hombres salieron a estirar las piernas pero el frío los obligó a entrar en el vehículo y, apenas, esperaron más de lo necesario. Los faros no podían atravesar la niebla que se había instalado en aquel llano infinito. El conductor redujo la marcha casi al paso de una persona y la travesía a ciegas pareció durar horas.
Aleksandra se despertó cuando el conductor dijo que llegaban a Lérida; ya quedaba poco para Barcelona. Todos estaban deseando llegar, casi estaba a punto de amanecer y eso aumentaba el riesgo de ser descubiertos. Cuando se vieron tan lejos de su lugar de origen, el miedo a ser arrestados fue creciendo, como si el estar lejos de sus hogares fuera más inseguro.

El viaje se hacía eterno; la luz del amanecer ya teñía el cielo de violeta, se veían pueblos y edificios lejos de la carretera que habían tomado y cuando llegaron a la provincia de Barcelona, el conductor les dio la noticia de que no entrarían en la ciudad: era muy arriesgado; se dirigían a Tarrasa donde se hospedarían en una pensión.
A pesar de la lluvia, amanecía rápido y había prisa por llegar antes de que los pueblos empezaran a despertarse. Los niños también se espabilaron y querían comer; todos tenían frío, hambre y también, mucho miedo.
Por fin, llegaron al hostal donde pasarían los siguientes días. Para Aleksandra fue una señal de mal augurio que, justo cuando iban a apearse, granizara; hacía mucho viento y el coche había parado ante el muro de un antiguo edificio que seguía en ruinas tras la guerra civil. Aquella mole de piedra rugía cuando el viento traspasaba los boquetes y parecía que iba a derrumbarse en cualquier momento.
Este conductor no fue tan atento como el que los llevó a Soria y no se ofreció a sacar a los pequeños; estos tuvieron que atravesar una riada, que bajaba la calle, para llegar al hospedaje. La madre iba cargada con la maleta y los hatillos de los niños y temía que el agua se los fuera a llevar por delante. Cuando llegaron a la puerta del local, todos estaban empapados y aún tuvieron que esperar a que la hospedera colocara unas hojas de periódico para que no ensuciasen el suelo.
Dentro, la temperatura no era más agradable. Estaban helados y todavía tenían que subir por una estrecha escalera todas sus cosas a una tercera planta, la última, donde cada familia tenía una habitación. “Si hay que escapar, esto será una ratonera” pensó Aleksandra. Aquel lugar no le inspiraba ninguna confianza.
A ella y los mellizos les tocó una habitación que daba a una calle distinta a la de aquella por la que habían entrado y, desde ahí solo se veían edificios en ruinas o casas sucias y pobres que, a veces, desaparecían de la vista de Aleksandra bajo el aguacero.

La lluvia persistía y parecía que no terminaba de amanecer; la ciudad empezó a tomar ritmo: circulaban vehículos, mujeres que iban con sus cestas y las cartillas de racionamiento, niños camino a la escuela… Todos llevaban un rostro de tristeza y desesperanza, porte cansado y andares que arrastraban el duelo y el hambre. Casi habían pasado cinco años del final de la guerra que produjo el golpe de estado, pero todos seguían inmersos en el desaliento y el miedo.
Repasó su cuarto, era oscuro con una bombilla que colgaba de un cable en el centro del techo. Había dos camitas con sendas colchas raídas que no abrigaban los rigores del invierno que se colaban por uno de los cristales rotos de la ventana.
El único cuarto de baño de aquella planta estaba ahora ocupada por la otra familia; Aleksandra cambió a los niños en la misma habitación y ella también buscó otra vestimenta para mudarla por aquella que ya llevaba usando desde hacía tres días. Cuando los de Valladolid dejaron libre el aseo, fueron los tres para asearse. La madre se miró al espejo: se veía más vieja con el pañuelo negro y sus ropas oscuras, era como una viuda guardando luto y se acordó de Saturnino; se dijo a sí misma que, tal vez, ya lo fuera.

(Continuará).
Olga Lafuente.
Hay que ver lo que están pasando estas familias. Aquella fue una época muy dura para muchos, en mi caso, mis padres vivieron esa misma realidad; uno de mis abuelos fue detenido y la angustia vivida en esos días era tremenda. Que buen relato Olga. Con tus descripciones he podido viajar junto a ellos, observando las caras, sientoiendo el miedo y el frío.
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Wowww; esta no para de darme saltos en el corazón, y de estrujarlo, y de revolcarlo también por la emoción de leer esta historia tan llena de claroscuros. 😱👏🏾👏🏾👏🏾. Es que Olga tiene una manera tan única se narrar😍
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Muchas gracias, Judith. Cuánto me alegra leer tus comentarios 😊
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Muchas gracias Olga por darnos un poquito más de esta historia tan conmovedora. La última vez ya me quedé con el corazón encogió, tienes una pluma privilegiada. Muchas gracias por estos regalos que siempre nos das. Un abrazo enorme y muchos besitos. 🤗😘😘❤️
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Qué generosa eres, Rebeca. Muchas gracias por tu maravilloso comentario. 😘
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Siempre gracias a ti. Estamos tod@s deseando que nos sorprendas con una novela, ya lo sabes. ¡Será increíble!
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Uff. Qué miedo 🤦🏼♀️
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