LA ÉPOCA DE LAS AURORAS BOREALES TRISTES (Parte 4)

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— ¿Y…si pasara algo? —Aleksandra manifestó su angustia al saber que iban a quedar encerrados.

— No hay de qué preocuparse; mi tía y mi madre están al tanto.

El muchacho salió y cerró la puerta por fuera.

Aleksandra estaba agotada y subió las escaleras. Curioseó las demás habitaciones y comprobó que los dormitorios interiores eran similares a los exteriores: uno con una cama grande y otro con dos camas pequeñas; todos tenían una mesita de noche y una silla, no había armario ni cómoda para guardar ropa. Estaban dispuestos para pasar un par de noches como mucho, solo las camas estaban preparadas con sábanas y mantas.

Al final del pasillo había un cuarto con un lavabo y un retrete; tenía jabón y toallas. La mujer se enfrentó al espejo y se vio por primera vez con la cabeza rapada. Revivió la vergüenza y humillación del paseo que los falangistas la obligaron a dar ante sus vecinos, pero lo que más le dolía era que golpearan a su hijo y los llamaran camada de bestias. Quería entender el porqué de tanta violencia hacia ellos, que nunca habían estado metidos en asuntos de política.

Fue a la habitación donde dormían sus hijos, empujó la cama en la que estaba la niña para juntarla con la de su hermano, y se metió bajo las mantas en medio de los dos.

No había pasado ni un par de horas cuando una voz masculina despertó a Aleksandra. Estaba cantando una copla alegre; una luz débil traspasaba el visillo de la ventana y ahora la habitación se veía más grande de lo que le había parecido a ella cuando llegaron. Se asomó a la ventana y vio enfrente la tienda de un modisto; el que cantaba barría la entrada del comercio, aparentaba unos cincuenta años y estaba vestido con elegancia hasta los pies.

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Aleksandra conjeturó que la piel de los zapatos del hombre vendrían del estraperlo. Le agradó esa estampa: la relajaba y se quedó contemplándolo mientras este limpiaba el trozo de acera que abarcaba su local.

Cuando ella se volvió, vio a los dos niños sentados en la cama y mirándola en silencio.

—¿Qué te ha pasado en la cabeza? —preguntó el niño.

—Los hombres malos le han cortado el pelo ¿A que sí, mamá? —contestó vivaz la niña.

—¿Por qué te han hecho daño? —siguió preguntando el niño—. Y a papá, ¿por qué se lo han llevado?

La madre no supo reaccionar a la cascada de preguntas y cambió de tema con lo primero que se le ocurrió.

—¿Qué hacéis descalzos? Que el suelo está helado —dijo dando dos palmadas para que los niños se pusieran los zapatos—. Venga, vamos abajo a ver qué encontramos para desayunar.

Amelia, la vecina de Osona, les había preparado comida para más de un día. Se notaba que estaba acostumbrada a hacer ese tipo de trabajo. Los tres desayunaron en el salón principal con pan y chacinas que había en la cesta y un vaso de achicoria, a falta de leche para los niños; no tenían nada que hacer más que esperar a que volviese el sobrino de la anciana; la única preocupación de Aleksandra era entretener a los niños dentro del piso sin que hicieran ruido y, sobre todo, sin que intentaran abrir las ventanas que daban a la calle. Pensó que el día se le iba a hacer muy largo.

Por la noche, los críos estaban irritados y agotados, y la madre aún más. Habían comido más de la cuenta por el aburrimiento y subieron a dormir antes de lo habitual. Aleksandra quería estar despierta para cuando llegara el sobrino de Amelia con la familia, pero no oía más que los pasos y las voces de los trasnochadores, y cuando todo quedó en silencio, estaba desvelada. Calculó que ya haría tiempo que habría pasado la medianoche y empezó a sospechar que habían sido engañados.

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No sabía si llevaba mucho tiempo durmiendo cuando oyó el ruido de la llave en la cerradura. Reconoció la voz del joven que los trajo la noche anterior; se levantó de un salto y se puso el pañuelo en la cabeza y una manta por encima para bajar a su encuentro.

En la entrada, estaban el conductor, otro hombre de la edad de Aleksandra, una mujer más joven y una señora que podría ser la madre. Todos se volvieron hacia ella.

— Ella es la señora que les había dicho —la presentó el joven—. ¿Cómo han
pasado el día los chavales? —preguntó con una sonrisa.

—Muy revoltosos —respondió la madre desde la escalera—, es lo que pasa cuando se aburren.

—Ellos son la familia que le comenté —dijo el muchacho mostrando a los recién llegados—. Van a ir con ustedes a Francia.

—Veo que eres de las mías —dijo la más mayor señalándose el pañuelo de la cabeza.

Aleksandra se sorprendió por la actitud jocosa de aquella señora al referirse al castigo.

—¿A usted la han rapado también?

—Sí, hija —respondió la otra con un suspiro—. Es la tercera vez.

A la maestra no se le escapó el gesto de contrariedad de la joven, como si le molestara que la mujer diese esas explicaciones.

—No vamos a tentar más al diablo —continuó la señora—, así que nos vamos a Francia.

—Sí, aunque estén los alemanes —intervino el hombre—, estaremos más seguros con otros españoles como nosotros.

—Bueno, joven —Se volvió la mujer mayor al conductor—, tú eres quien manda aquí. Dinos qué tenemos que hacer y cóbrame, anda, que el dinero me quema cuando debo algo.

El chico condujo a la señora y al hombre a la cocina; la más joven se quedó en el salón. A Aleksandra le pareció una muchacha apocada, aún no había hablado, y ni siquiera la miraba, así que decidió romper el hielo.

— Me llamo Aleksandra. Estoy aquí con mis dos hijos.

— Hola, soy Victoriana —dijo con una voz casi inaudible—. Ellos son mi hermano y mi madre. Venimos de Valladolid.

— ¿También están huyendo… —No le dio tiempo a terminar la pregunta.

— Bueno, pues ya está todo hablado —interrumpió la madre—, mi hija y yo nos vamos a dormir porque estamos muertas del viaje. Ya nos ha explicado el muchacho que los niños y tú dormís en las habitaciones de la calle. Mañana ya tendremos todo el día para hablar, cariño.

Se fue escaleras arriba seguida por su hija sin que a Aleksandra le diera tiempo a decirle que uno de los dormitorios exteriores estaba libre. El hombre también se despidió y subió tras las mujeres.

—¿Tiene noticias de mi marido? —preguntó cuando se quedó a solas con el conductor.

—Sí. Ha sido trasladado al centro penitenciario de Burgos junto con otros maestros sospechosos de apoyar a la república. Se les va a hacer un juicio sumarísimo.

La mujer se sumió en un mar de dudas que la llevaban de un extremo a otro de su conciencia sin saber qué hacer: si quedarse por su marido y arriesgarse a dejar a sus hijos solos, o huir del país y cruzar un continente en guerra para sumirlos en un mundo de miseria y barbarie.

(Continuará).

Olga Lafuente.

5 Comentarios

  1. Madre mía Olga, nos tienes en tensión deseando saber lo que pasa. Estoy con lo que dice María José, estas cosas las contaban mis abuelas. Parece lejano, y el ser humano siempre vuelve al punto de partida. Pero bueno, me encanta como nos lo estás contando con esos diálogos tan interesantes y esa tensión en la que nos mantienes. ¡Me encanta! Así que continuamos a la espera de más…

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