LA ÉPOCA DE LAS AURORAS BOREALES TRISTES (Parte 3)

El conductor le dijo a Aleksandra que aprovechara para dormir algo, pero ella no quiso sospechando que ese iba a ser su último viaje antes de abandonar Osona, ni tampoco hubiera podido. Los mellizos sí se durmieron acurrucados a su madre y ella se relajó en el asiento mientras trataba de adivinar el rumbo que había tomado el muchacho.

Pasadas casi dos horas, Aleksandra empezó a reconocer el paisaje; el joven había tomado el camino más largo para llegar a Soria y, en vez de entrar a la ciudad por la carretera general, tomó una ruta que la rodeaba junto al cauce del río Duero.

Pasaron ante la ermita de San Saturio; vigilante del río desde hacía siglos, imponente y austero como aquella tierra de Castilla, solitario y guardián de los secretos templarios. Era la primera imagen que recordaba de la
comarca cuando llegaron al país hacía casi treinta años.

El auto siguió el curso del río y pasó por delante de la fuente de la paciencia, donde alguna vez bebieron Aleksandra y su hermana, cuando su padre las llevaba a las fiestas de San Juan.

Ermita de San Saturio. Wikipedia

Al fin, entraron en la ciudad que aún dormía; al ser domingo, no había un alma en la calle. El conductor apagó los faros del coche y aminoró la marcha. Ella sintió un resquemor en su interior cuando vio que se acercaban al centro de Soria; por un momento, pensó que la iba a entregar a la guardia civil pero ¿Para qué tomarse tantas molestias cuando lo más seguro es que fueran a buscarla ese día? El vehículo viró a la calle Vieja Aduana y se paró ante un edificio de tres plantas, grande, aunque humilde entre los palacios de esa calle.

El joven indicó que habían llegado; salió, abrió la puerta trasera y sacó en brazos al niño que dormía. La madre hizo lo mismo con la niña y lo siguió. El chico entró en el portal del edificio donde había estacionado, subieron unas escaleras y, con el niño en brazos, sacó una llave del bolsillo y abrió una de las dos puertas que había en el rellano.

—Ahí no hay nadie —dijo el joven señalando con la cabeza la puerta de enfrente.

Cuando entraron, Aleksandra se sorprendió al ver la amplitud de la casa: la entrada abría a un salón con dos ventanas que daban a la calle Aduana Vieja y a la izquierda había unas escaleras. El joven las subió con el niño aún dormido, pero la madre se sentó con la hermana, porque llegar hasta allí ya la había dejado exhausta. Entonces, observó la casa; nunca había estado en una tan grande y con dos plantas.

Entretanto, el chico volvió.

—He dejado al muchachito en una de las habitaciones que dan al exterior; hay dos camas y allí pueden dormir los niños —dijo sonriente—. Deme a la niña.

Aleksandra se la dio y lo siguió; se preguntó cuántas habitaciones debía de haber para que pudiera elegir entre las del exterior e interior. En la segunda planta había cuatro dormitorios, dos a cada lado. Como el joven dijo, el niño estaba en uno de dos camas con una ventana que daba a la calle; al lado, había otra habitación con una cama grande.

—Usted puede dormir en la de la cama grande.

A la mujer no le gustó la idea de dejar solos a los mellizos, pero no dijo nada. Sin embargo, se atrevió a preguntar:

—¿De quién es esta casa?

—De varias personas. Es un «piso seguro» —contestó el muchacho como si Aleksandra supiera de qué estaba hablando.

—Seguro ¿para quién?

—Un piso al que vienen por unos días personas que…están perseguidas por el Gobierno.

— ¿Criminales? —preguntó la mujer.

— Según para quien se mire —contestó el muchacho—. Aquí han venido contrabandistas, maquis, represaliados como usted y hasta, una vez, tuvimos a una familia de judíos alemanes que huían de la guerra europea.

A Aleksandra le sorprendió que la incluyera entre los represaliados; todavía no se creía que iba a salir de España.

— Voy a terminar de subir las cosas, señora. —dijo el chico mientras se dirigía a las escaleras.

La madre acomodó a los niños, les quitó los zapatos y las mantas que llevaban como capa y los arropó con las que había en las camas.

Cuando el muchacho volvió con la cesta y la ropa, Aleksandra ya había bajado a la cocina.
Estaba maravillada con lo que veía; aquel cuarto disponía del menaje necesario para quedarse a vivir allí.

— Sólo van a pasar aquí dos noches —dijo el joven como si adivinara lo que
pensaba la mujer—. Apenas la van a necesitar.

Imagen de Anajim. Pixabay.

— ¿Usted se va?

— Sí, tengo que volver a mi casa. Pueden dormir todo el tiempo que quieran. No se preocupe, pero no podrán salir del piso.

— ¿Me va a dejar la llave?

— No, pero no se inquiete. Mañana volveré con otra familia que también va a salir del país.

— Dígame cuánto debo pagarle —dijo Aleksandra cuando vio que el chico se
disponía a irse.

— Guarde el dinero; le va a hacer falta para cruzar la frontera y, cuando pase a Francia y se lo cambien por francos, se le va a quedar en nada.

— Pero he de pagarle los gastos.

— No se preocupe; ya está todo cubierto —dijo el joven con una sonrisa—. Usted ha ayudado mucho a la familia de mi tía y ahora es ella quien le devuelve la ayuda.

— ¿Su tía se encarga de esto?

— Ja, ja, ja —Era la primera vez que la mujer veía reír a alguien ese día—. Mi tía —continuó el muchacho— es copropietaria de este «piso seguro».

Aleksandra se quedó boquiabierta.

— ¡¿Amelia es dueña de este piso?! —acertó a decir ella.

— Y del de enfrente, el que está vacío —El chico disfrutaba con aquella revelación—. Ella y mi madre los compraron hace años. Mi padre y mi tío se dedicaban al estraperlo hacia Francia y también ayudaban a otros que entraban a España; compraron estos pisos para estar resguardados de las autoridades. Después, en la guerra, cuando ellas enviudaron, decidieron rentarlos a todo el que necesitara hospedarse sin pasar por un registro. Es una forma de ayudar a la economía de la casa.

La joven estaba anonadada con lo que oía. En los casi treinta años que había estado viviendo al lado de Amelia, jamás sospechó que tuviera
unos ingresos aparte de la cría de sus cerdos y vacas. Ahora, estaba convencida de que las dos mil pesetas que le dio no procedían de una colecta de los vecinos, sino que eran de ella.

— Bueno, yo ya me voy —el muchacho interrumpió las cavilaciones de la
mujer.

— Ah, sí, claro. Perdone, no le he preguntado su nombre.

— No hace falta —contestó el chico— Cuanto menos sepa, mejor —Se despidió hasta el día siguiente en que volverían a verse por la noche.

(Continuará)

Olga Lafuente.

7 Comentarios

  1. ¡Madre mía Olga! Nos has dejado en vilo. Además es que tienes una narrativa excelente, espero que dentro de poco nos sorprendas con una novela…Pero bueno, mientras tanto estaremos pendientes de como continúa. ¡Una pasada! Un abrazo enorme y muchos besitos preciosa.

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