LA ÉPOCA DE LAS AURORAS BOREALES TRISTES (Parte 2)

Una de las vecinas se llevó a los niños a su casa y otras tres mujeres corrieron hacia la madre que aún estaba en el suelo retorciéndose de dolor en un charco con sus vómitos y excrementos.

Cubrieron a Aleksandra con sus chales y entraron en la casa de esta. Allí, la sentaron junto a la lumbre y una de las mujeres volvió a salir con un cubo para recoger agua de la fuente. Cuando esta volvió para calentar el agua, Aleksandra rompió a llorar porque ni siquiera se había podido despedir de su marido.

Las mujeres no respondieron ni trataron de consolarla, aunque intuían lo que iba a pasar con él. Solo la lavaron y la vistieron, le recortaron los mechones que habían quedado después de que la raparan los soldados y curaron las heridas que le provocaron en la cabeza con las tijeras.

Pasadas un par de horas, golpearon a la puerta y una mujer mayor entró en la casa sin esperar a que le dieran permiso. Iba de luto con un pañuelo en la cabeza cubierto de nieve; se notaba que llevaba tiempo a la intemperie y se dirigió sin decir nada al hogar a calentarse las manos. Otra de las mujeres le acercó una silla, y la anciana, mientras miraba al fuego, sacudió el pañuelo y el chal y suspiró como si acabase de realizar una penosa labor.

—Bueno —empezó la anciana con resolución—. He hablado con mi sobrino. Aleksandra y los niños saldrán antes de que amanezca.

—Salir ¿a dónde? —exclamó la aludida.

—Hija mía —continuó la mujer suavizando el tono—, estos hombres no te van a dejar en paz. Presentarán una denuncia y volverán para arrestarte y meterte en la cárcel en el mejor de los casos.

—Y a los niños se los llevarán a una inclusa —dijo otra de las mujeres.

—Puedo irme con mi hermana —protestó Aleksandra.

—No, hija —replicó la anciana—. No puedes comprometer a la familia de tu hermana. Tienes que irte de España.

—Pero ¿cómo me voy a ir de España? No puedo dejar a mi marido solo.

Las otras mujeres se miraron entre ellas al ver que Aleksandra no era consciente de la situación.

La vecina ya lo había planeado todo.

—Tú tienes familia en el extranjero, por el norte de Europa, ¿no?

En el pueblo sabían que Aleksandra había llegado a España a la edad de siete años con sus padres y su hermana de cinco.

Venían del norte de Finlandia cuando esta aún pertenecía a Rusia; ellos eran samis y su padre, en vez de emigrar a América del Norte, como hicieron muchos de ellos, se fue a España, un país que se le antojó ideal por haberse declarado neutral durante la gran guerra, y eligió aquel lugar de Castilla porque el clima en invierno se parecía algo al de su Laponia natal.

Los padres de Aleksandra se dedicaron a la cría de ganado, sobre todo de vacas, que era lo más parecido a los renos de su tierra, y se integraron en aquella pedanía de Osona como una familia más hasta la muerte de ambos, cuando aún no habían cumplido los cincuenta.

Lo que los vecinos no sabían es que el padre de Aleksandra era considerado por su familia lapona un renegado; se marchó antes de la revolución bolchevique en vista del cariz que estaban tomando las cosas y, por tanto, no quiso formar parte de la independencia finlandesa.

—Sí —contestó Aleksandra a la anciana—, toda mi familia, aparte de mi hermana, está allí.

—Pues debes ir con ellos —atajó la vecina—. Sí, ya sé que todo el mundo se ha vuelto loco y está en guerra, pero aquí te perseguirán hasta que te encuentren.

Aleksandra recordaba algo de finés y sami, pero no como para iniciar allí una vida. Sus padres atravesaron un continente en guerra con dos niñas para tener una vida mejor y, ahora, ella iba a hacer el camino de vuelta en medio de otra guerra aún peor y con dos niños de cinco años. La diferencia estaba en que sus padres prepararon el viaje con antelación y ella, sin embargo, ni siquiera se lo habría imaginado hacía unas horas.

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Las mujeres prepararon una maleta y dos hatillos pequeños, uno para cada niño, con ropa de abrigo. Otra vecina había traído de vuelta a los mellizos; les habían puesto una manta a modo de capa con una cuerda atada a la cintura. A la madre, esa estampa le recordó las fotografías que había visto de los refugiados republicanos cuando huían de la guerra civil.

Aleksandra sacó tres mil pesetas que su marido y ella habían ahorrado, y la vecina que organizaba la huída, le dio otras dos mil de parte de todos los vecinos del pueblo. Ella se negó, pero, aún así, le pusieron el dinero en una faltriquera que tenía cosida bajo la cintura del refajo; la anciana le dijo que era lo mínimo que podían hacer por los dos maestros que tanto habían hecho por sacar de la ignorancia a todo el pueblo.

A Aleksandra también le colocaron otra manta por encima y cuando esta abrió la puerta, se topó con un vehículo parado en el mismo sitio donde horas antes había estado la camioneta que se llevó a su marido. Convencida de que ya no había vuelta atrás, pidió a sus vecinas que avisaran a su esposo y a su hermana de adonde se dirigía ella, y concluyó que cuando cayera Franco, Saturnino iría a buscarla.

En la plaza del pueblo dominaban el silencio y la oscuridad; las puertas y ventanas de las casas estaban cerradas. El joven, que esperaba dentro del coche, se apeó al ver salir a las mujeres y los dos niños y colocó el equipaje en el maletero mientras otra vecina aprovechó para meter un par de cestas con comida para el camino.

Era algo más de medianoche y quedaban horas para que amaneciera; una de las mujeres soltó una ristra de besos en las mejillas de los gemelos antes de que los subieran al coche y los sentaran a cada lado de la madre, que ya estaba dentro, igual de abrigada que los niños y con un pañuelo negro que le cubría la cabeza rapada.

El joven arrancó el motor y las mujeres se despidieron de la familia a través de las ventanillas. No disimulaban su pena; para ellas, era como si se fuera una hija.

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(Continuará).

Olga Lafuente.

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