Una noche, el aventurero Hernando de Soto, acudió a una taberna donde se congregaban toda clase de gente de mala vida y mal vivir. No era extraño que por allí aparecieran desesperados en busca de fortuna. Corrían rumores de esa clase con frecuencia: tengo el mapa del tesoro de no sé dónde, parto hacia tal isla en busca de lingotes de oro o joyas de oro extraviados hace miles de años… Cada noche aparecían folloneros con ganas de bulla.
Hernando de Soto, hombre tranquilo y solitario, solía sentarse en una mesa al fondo donde observaba a la parroquia. Les estudiaba mentalmente.
Nunca se sabía cuándo era menester los favores de unos parroquianos tan singulares. U ofrecerles la tuya.
Tomaba una jarra de cerveza y la saboreaba despacio, sin prisa, como si fuera el dueño del mundo y ejerciera sobre él su voluntad.
Un fulano borracho con ganas de gresca, intentó provocarle.
Hernando de Soto no tiene por costumbre caer con facilidad, pero acabó por abandonarle la serenidad y le propinó una retahíla de puñetazos, patadas, enviites, empujones y zancadillas que dio fin con una patada en la entrepierna y un cabezazo en la frente, con tan mala suerte que besó el suelo.
Cuando se incorporó, la ira ya se disipó y trató al aventurero como si fuesen compadres.
—¡Eh! ¿Sabes?… Voy a ser rico —dijo entre carcajadas—. Conozco un lugar donde se esconde un tesoro.
Hernando de Soto no decía nada, creía que el borracho había enloquecido. El otro continuó:
—Je, je. Solo necesito un barco y seguir el mapa —dijo mientras se palpaba el pecho.
Acto seguido, el infeliz se desplomó y dejó de respirar.
Cuando Hernando de Soto se aseguró de que el pobre diablo ya no iba a despertar más, buscó el mapa donde el fiambre se tocó y se lo guardó.
Isla San Vicente es un islote diminuto rodeado de arena, palmeras y maderas viejas de barcos naufragados, decorado de rocas, pedruscos y un mar azul brillante y reluciente.
Un paraíso si no fuera porque, excepto los peces que se pesquen, no hay más pitanza.
Aunque portaban sus provisiones y víveres para más de tres meses, éstas, se agotaron en seguida porque la tripulación jalaba a escondidas, mangaba a sus anchas y mercadeaban entre ellos a placer.
En plena travesía, el vigía, divisó a un barco que les seguía.
—¡Piratas! —gritó.
Hernando de Soto se asomó a la balaustrada y pudo distinguir una bandera pirata.
¡El Rey Bucanero!
Y comenzó una ardua persecución en alta mar.
Pudieron escapar durante un tiempo hasta que el barco de El Rey Bucanero logró darles alcance. Sin embargo, el esfuerzo por alcanzar el barco del aventurero produjo una grave avería por la que empezó a entrar agua.
Logró repararla momentáneamente tapándola, pudiendo así, reemprender la persecución.
No tardó en sobrepasarle y cortarle el camino.
—¡Al abordaje! —ordenó Rey Bucanero.
El barco de Hernando de Soto se detuvo.
Los hombres del Rey Bucanero eran más numerosos y se deshicieron de los hombres de Hernando de Soto sin dificultades traspasándoles a cuchillo porque no les dio tiempo a reaccionar.
Tras una lucha infatigable, ambos líderes acabaron enfrentados.
—El tesoro… ¿Dónde está? — Rugió Rey Bucanero.
—»Donde nunca lo hallarás”. —Respondió orgulloso Hernando de Soto.
Entre amenazas y bravuconadas, Rey Bucanero le traspasó los higadillos con una daga.
—¡Rápido, regresemos! —Ordenó. —¡Hay una avería que reparar! Volveremos.
Pero nunca regresaron. En la travesía el injerto de la reparación se salió y una súbita tormenta de vientos huracanados y olas de cinco metros ocasionaron el hundimiento y el ahogamiento del barco pirata.
Cristina P. Benito. Sigue a la autora en twitter: @AguamarinaRio
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