Laura se viste de azul y salta a las calles buscando manos que rasguñen su carne. Teme a la soledad, a esa que se te pega a la piel y te asfixia como el vapor en verano. Ella quiere noches que no terminen y días que se deshagan con facilidad.
A veces olvida que ellos la desprecian por lo que es. Que la miran pasar como a una criatura de feria y en su mente, el deseo de gritarles alguna grosería se hace insoportable. Cuando sale a las calles se siente libre, sin ojos ni madre que la ahoguen en la desesperanza.
Es una noche cualquiera, de esas que pasan por pasar. Que llegan con la misma desenvoltura con que se marchan y nos dejan el gusto amargo de lo inconcluso. Las manos que se turnan la botella de ron, las voces que corean las canciones cantadas mil veces, las olas rompiendo en lo bajo del muro, hasta que los ojos se cruzan en un segundo hurtado a la oscuridad… y ocurre.
Alejarse se hace primordial, escapar de los amigos, de los curiosos. Conocerse, tocarse, verse más allá de ese instante mágico que las marca. Sin palabras siguen juntas hasta un callejón. Se recorren con miedo a desvanecer el hechizo. Un beso tentativo que se vuelve apasionado y las ropas que sobran sin importar quien pueda descubrirlas desnudas en el placer.
Hoy caminan de la mano, sin temores. Ya no hay miradas ni noches que puedan separarlas. Ahora son un alma dividida en dos cuerpos.
… Y Laura ya no recuerda lo que fue la soledad.
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Revista Submarino de hojalata 
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