«…Y pasó el tiempo
y pasó un águila por el mar…»
Los zapaticos de rosa\José Martí
Todos esos pensamientos llegaban cada día como un bombardeo, a manera de fuga de ideas, hasta el momento en que la vio de nuevo. Estaba ahí, frente a él, después de diez largos años, (habían sido más largos para él). Con el pelo más corto, sí, y quizá un poco más gordita, pero inigualablemente ella, toda ella, con su poderosa e incomparable mirada. Lo estaba mirando fijamente desde hacía ya más de tres minutos; tres minutos fueron suficientes para recordar toda la vida sin alma que había tenido en su ausencia. Sintió que la mirada le traspasaba la piel y le evocaba el mismo pánico de aquella vez; por un segundo creyó que no iba a poder acercársele, como en aquella ocasión.
“Sí puedes, debes hacerlo, esta vez no la puedes dejar ir. Respira, relájate, 1…2…3, listo.”
Se levantó precipitadamente, inspiró profundamente hasta casi marearse de tanto oxígeno que entró en sus pulmones y comenzó a acercarse. Todos a su alrededor estaban haciendo lo que se hace en ese lugar,–lo mismo que había estado haciendo él hasta hace unos minutos–leyendo. En medio del casi sepulcral silencio que rodeaba la biblioteca, sentía, mientras se acercaba a la mesa, sus propios latidos y su respiración, que estaban exasperadamente acelerados. La mirada de ella seguía en la misma posición, con un gesto indiferente. Ya al lado de ella, extendió el pequeño papel que llevaba aprisionado a su pecho durante todo el recorrido, se lo puso delante y corrió la silla de enfrente hacia atrás. Se sentó justo en la posición en que sus miradas quedaron a solo medio metro de distancia, una frente a la otra. Ella deslizó sus dedos por el papel, recorriendo con las puntitas toda la nota formada por letras a relieve pegadas sobre la hoja.
–También te estaba esperando. ¡Sí, acepto!
Aquella nota había estado en su bolsillo por más de diez años; años de decepción y tristeza por haberla perdido y esperanza de, en esta vida, encontrarla de nuevo. Ella se paró de su asiento y extendió sus brazos hacia él; sus ojos no veían nada, como nunca lo habían hecho, pero tampoco lo necesitaban. Él le tomó las manos y las colocó en su rostro, que se convirtió instantáneamente en un mapa hecho de arrugas y líneas de expresión que ella aspiró a través de los pulpejos de los dedos y de las huellas de sus manos (también marcadas por el tiempo). La nota estaba en el suelo; ya no era necesaria. Una lágrima rodó por su mejilla, él se la enjugó y la tomó de la mano.
Pasaron por todo el pasillo central de la biblioteca como si el mundo alrededor no importara. Esa biblioteca, donde más allá de sus colosales puertas una vez se conocieron guareciéndose de la lluvia, fue testigo del encuentro, del reencuentro y del inicio de aquella historia de amor sin igual.
Cuando pasó por el primer estante–el más próximo a la puerta–vio un libro, un gran libro muy pintoresco; el lomo mostraba la siguiente frase: “Y vivieron felices para siempre”. Sonrió y volvió a mirarla, esta vez sus ojos iban hacia el frente, no hacia él, pero pudo sentir que ya era suya, por primera vez y para siempre, esa mirada.