Se había hablado durante eras de este mágico momento, era la profecía que guiaba nuestros miedos; pero no lo creí hasta que lo vi. “Una imagen dice más que mil palabras” y esta imagen inmensa decía tanto que era casi imposible de explicar.
El cambio fue paulatino, pero evidente. Primero un desorden climático, que traspasaba la frontera intercontinental. Comenzó en Australia, con grandes eventos de niebla, que envolvieron en una lujuria desorbitante a las “almas débiles” (así le decían los que vivían en un ayer dogmático repleto de códigos de doble moral). Luego vino la erupción del Volcán Rojo, que había salido de la nada y había llenado de un mamihlapinatapai el ambiente de Argentina, dejando las huellas de un polvo seco que tomó varios lugares australes, llegando incluso a besar los pies de la figura insigne del Art decó, en el Cerro del Corcovado. Pobre estatua, estuvo disfrazada de esta ceniza volcánica por algunos días. Los habitantes sureños permanecieron en esta enajenación de suspiros mudos por más tiempo de la cuenta, así que los elfos oscuros tuvieron que intervenir; el hecho de estar encallados en un desierto mental idílico, cobraría a la larga un alto precio; podrían quedar en este limbo eternamente, como fantasmas u otro ente sobrenatural.
Más tarde se oyeron las noticias sobre un tornado de culpabilidad en las ruinas de Machu Picchu; al parecer la lujuria no había sido bien aceptada en el «nuevo continente»; aun con tantos avances, el mundo no estaba preparado para la libertad mental como quid pro quo de la absorción de los pecados capitales. Todos comenzamos a temer; el toque mágico de los elfos no era suficiente para arropar al mundo entero, necesitábamos más ayuda. La Secta Angelical Internacional se activó y comenzó la cadena habitual de rezos, para que «el altísimo» los ayudara a sacar sentimientos extinguidos de los resquicios del espíritu de la madre tierra. Pero esta ya no quería saber nada de sus hijos; ellos eran los culpables de este desequilibrio cósmico, con su discordia, gratitud líquida disfrazada e ineptitud sentimental, durante los eones que ya casi nadie recordaba. Esta venganza, que la parte tenebrosa de ella había desencadenado, no había sido planeada, pero tampoco quería hacer nada a favor de su resolución.
También llegaron clanes de Irkalla, congregaciones de arcángeles desterrados y todos los grupos que hacía mucho no rondaban la tierra de los mortales; de pronto los proscritos eran bien recibidos y a nadie le importaba los pecados cometidos por ellos. Eso era cosa del pasado.
Se reunieron en la Asamblea de los Mundos para salvar al nuestro, al mundo de los mortales incautos y mimados. Pero no hubo concordancia de ideas; cada cual veía el problema desde un punto de vista diferente; la divergencia de soluciones solo demostraba que nuestras debilidades habían llegado hasta esos otros seres, contagiándolos de la misma incapacidad humana que habíamos cultivado por tanto tiempo; no había solución.
La sinfonía lúgubre del fin se convirtió en un adagio permanente que cubrió cada milímetro de tierra, cada latido de nuestros cuerpos. Los trazos se diluían, las corcheas se mimetizaban en este crepúsculo de muerte; las siluetas de piel dejaron de sentir, los olores dejaron de extasiar. Ya no nos reconocíamos, la palabra “pareja” se borró de nuestras mentes; no nos veíamos más que con los reflejos retinianos; dejamos de necesitarnos, dejamos de sentir; el Apocalipsis era inminente.
El mundo se volvió opaco. Un viento helado cubrió toda la superficie del planeta y llegó el invierno eterno, agrietando la tierra. Los países se separaron por grandes fallas geográficas hechas de hielo partido y los sentimientos se enfriaron en las mentes, a tal punto que dejaron de existir. Todo era blanco y frío, incluso los latidos de nuestros corazones, que solo funcionaban por pura inercia. Luego llegó la oscuridad total; solo un arcoiris LED brillaba en el cielo, como un anillo de Saturno que se había extraviado para encarcelar al planeta. Así de encarcelados estábamos nosotros.
Solo había una salvación, más difícil que cualquier holocausto global imaginado; deponer nuestras armas y nuestras almas, a la oscuridad. Pero eso ya lo habíamos hecho, aunque lo hubiésemos olvidado. Sería más fácil esta vez, pero debíamos actuar rápido. La cuenta regresiva estaba a punto de llegar a cero.
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