Rojo y ceñido (relato, DraJ)

Sentía que su vida había pasado ante sus ojos demasiado rápido como para disfrutarla. Los detalles que la habían regocijado al máximo en esos momentos, ahora eran tenues luces moribundas en su memoria. No era que no hubiese logrado nada en la vida; todo lo contrario, pese a muchas dificultades, había logrado mucho más de lo que muchos pueden, en este pedazo de limitado tiempo terrenal. Sí, creía en el destino, y en que todo y todos tenemos un propósito, o varios, y los suyos habían sido numerosos y ampliamente cumplidos. No había sido una persona más en la superpoblación ascendente, sino una que había marcado una diferencia; alguien importante. Sin embargo, y quizá como parte normal del proceso en que se encontraba, sentada en la vieja hamaca de cedro que había mandado a construir casi medio siglo atrás, se sentía vacía de mente, cuerpo y alma.

¿Cómo se puede sentir vacía una persona que ha logrado todo lo que se ha propuesto en la vida?; era la pregunta que se hacía día tras día desde que le vino la supuesta «crisis de la tercera edad», del «nido vacío», o como sea que le hayan puesto los especialistas en Medicina Familiar, psicólogos y otros avezados expertos en el tema. Esta crisis la tenía sumida en un extraño armagedón depresivo, pero el porqué era lo que la mantenía ansiosa. En fin, que llevaba alrededor de un cuarto de siglo en este proceso de ansiedad-depresión que, por más visitas al psicólogo, no parecía tener fin ni atenuación alguna.

No había tenido hijos, por firme decisión; tampoco le habían hecho falta, sabía que lo más importante en su vida era su carrera, y muchos logros había acumulado en sus 77 años. Niña genio, adolescente aventajada, escritora renombrada y ganadora del Premio Planeta con tan solo 22 años, era solo el comienzo de su fructífera vida, que a pesar de los gloriosos frutos recogidos, se sentía ahora desparramada y sin sentido. Ni siquiera la soledad era la culpable, pues la familia (incluso con la merma habitual en tantos años), las amistades acumuladas y una pareja que le había regalado la extraña suerte (de entre todas las cosas buenas en su historia, la mejor), habían terminado de llenar el almacén de trofeos de sus alma.

Aquel día, por razones de ese mismo destino en el que confiaba casi ciegamente, le vino a la mente una amalgama de ideas perdidas que en medio de este tormento no había asimilado. Comenzó a ver cuan ilógico era este estado en el que se encontraba, pues supuestamente una vida repleta de notas positivas debía ser feliz por naturaleza; al menos eso era lo que reflejaba en sus novelas repletas de positivismo (muchas basadas en casos reales). En ese esplendoroso legado, tajantemente esclarecía que la infelicidad está allí donde existe un vacío, que en muchas ocasiones puede ser llenado por nosotros mismos, solo que carecemos de los recursos y capacidades para hacerlo. Pues entonces, ¿cómo no seguir sus propios estatutos? Claramente había caído en una negación por casi dos lustros, que ahora, de manera mágica, comenzaba a mostrar razones y posibles desenlaces.

Y en esa misma hamaca que había sido testigo fiel de cada hilacha de pensamiento, la solución se reveló, casi en forma de explosión surreal. La sobrecogieron deseos ocultos, olvidados en recodos de su memoria, que aunque sentía algo oscuros, le habían hecho feliz en algún momento (o al menos así se sentía en esta evocación) ¿Y por qué eran oscuros esos detalles, deseos guardados por tantos años?; no sabía precisar aún cuáles eran, se sentían malévolos, pero, ¿por qué?

Nueva claridad de ideas, mucho más transparentes y certeras esta vez.

–No, no son oscuros, son humanos–gritó, levantándose enérgicamente. Su esposo, sentado a su lado, permaneció en su habitual estado de fuga mental; últimamente se pasaba muchas horas en ese lugar desorientado, mirando al horizonte que se sabía de memoria desde hacía más de 40 años. Quizá era ella la causa de esta situación; en algún sitio había leído que la depresión es contagiosa. Una razón más para librarse de ella de una vez y por todas.

Eran deseos sin rostro, pálpitos inaguantables, sensaciones irracionales divinas, los que le habían aflorado en un fugaz instante; y recordó imágenes relacionadas con esos deseos, algunas parecían reales, de momentos pasados (no sabía definir si propios o ajenos, tal vez relacionados con escenas de sus libros; o sueños simplemente).

Caminó hacia el «cuarto de desahogo» (más bien corrió) y abrió el closet que más bien parecía una caja de polvo. Sofocada por todo ese residuo que casi hizo explotar sus vías respiratorias, lo vio. Ahí estaba el pequeño baúl que por tanto tiempo había olvidado. Recordaba muy bien lo que había dentro, pero verlo otra vez después de tanto tiempo, fue más allá de la emoción de un recuerdo, fue como vivirlo por primera vez. Todo estaba intacto, como si el tiempo no hubiese pasado por él; su camisón transparente y todos los objetos sexuales que tanto placer le habían provocado en décadas pasadas, parecían recién comprados, el paso del tiempo no los había rozado.

Los pálpitos se volvieron millones de latidos descontrolados. No pudo aguantarse y se puso el camisón. Destapó el espejo inmenso que se ocultaba tras una sábana (ya no tan blanca); esta vez el polvo no le importó. Se miró, preciosa, sensual, deseable incluso por ella misma. Primero comenzó a dar vueltas en círculo, palpando suavemente la fina tela del camisón y arrullando su cuerpo con ella. Se detuvo y comenzó a acariciarse gentilmente; primero las mejillas, los labios y el pelo (largo y blanco como una mota de algodón); luego el cuello, los senos, la barriga (llena de estrías propias del continuo cambio de peso durante tantos años). Se sentó en el suelo–esta vez las articulaciones no pusieron resistencia alguna–,cerró los ojos y dirigió sus manos a su pelvis, las metió dentro de la ancha pantaleta que guardaba sus colgajos de piel extrafina y reseca. Con los ojos cerrados, se tocó la vulva, la región perineal, el clítoris. En este punto, ya no pudo evitar acostarse en el suelo y cerró los ojos masajeándose todos sus puntos erógenos (esos que había enclaustrado su mente). Tomó el viejo consolador de silicona, y siguió frotándose, tal como lo había hecho casi a diario décadas atrás. La resequedad habitual desapareció y la resistencia de sus cavidades sexuales también se esfumó, permitiendo que el placer de filtrara por todos los puntos posibles. Abrió los ojos y lo vio; ahí estaba su adorado esposo, acariciándole el rostro mientras ella viajaba a su lugar preferido, tal como lo había hecho frecuentemente todos esos lustros atrás ¿Cómo había logrado salir de su habitual estado de indiferencia?; no lo sabía , pero en ese momento no le importó. Él sonreía y ella estaba a punto de estallar. Al fin, el clímax explotando sus neuronas, las ideas ahogadas en un delicioso desierto mental, y en un segundo, que como aquellas veces se prolongó más allá de lo normal, el exquisito orgasmo, que contrario a lo que pensaba, se sintió tan magnífico como lo recordaba, como aquel último de hacía más de 20 años; y como también ocurrió en esos tiempos, no se pudo controlar, no le bastó solo uno, sino el bucle desmedido que la dejaba exhausta y temblorosa.

Abrió los ojos repletos de lágrimas de felicidad y lo vio sonreír en la imagen borrosa de su empañada vista mojada. Le apretó las manos plagadas de fluidos corporales y le dio un beso en los labios, que aún mostraban las huellas de sus propios dientes. Cerró nuevamente los ojos, diez segundos de descanso y los volvió a abrir; él ya no estaba. Ya lo sabía, pero igual lloró. Fue un lloro mezclado con felicidad y libertad.

Recogió todos los utensilios y los llevó a su habitación. Ya era de noche y realmente estaba agotada; cayó rendida sobre el colchón que ahora guardaría más que sueños.

Al otro día se levantó y se vistió de rojo, con un vestido ceñido que hacía tiempo no usaba porque lo veía muy atrevido; esta vez lo encontró perfecto. Además, lo necesitaba; tenía un lugar especial que visitar, uno que tampoco veía hacía mucho, mucho tiempo.
–Te he traído tus flores preferidas. Bueno, las mías, porque siempre decías que eran las que más te gustaba regalarme. Prometo que vendré más a menudo; no dejaré que pasen dos décadas más, te lo aseguro. Ya he entendido todo, y «todo» estaba en mi mente, de la cual siempre fui dueña sin saberlo. Gracias amor, por recordarme que aún estoy viva.

Puso el ramo de lirios blancos delante de la lápida de su amado esposo y se fue, con su vestido rojo, ardiente como el fuego, decorando el paisaje del frío camposanto.

*Fotografía: wallpaper PlayStore app

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5 Comentarios

  1. Me ha encantado el relato.
    Me quedo con este fragmento:
    «Abrió los ojos y lo vio; ahí estaba su adorado esposo, acariciándole el rostro mientras ella viajaba a su lugar preferido, tal como lo había hecho frecuentemente todos esos lustros atrás (…)»

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